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Lian: «No debemos tener vergüenza, no estamos robando»

  • Foto del escritor: Ana de la Sierra Castro
    Ana de la Sierra Castro
  • 28 may 2021
  • 6 Min. de lectura

Crecen las colas del hambre valencianas a consecuencia de la pandemia



Ana de la Sierra Castro. València

Largas filas de personas esperan para recoger comida frente a las puertas de los bancos de alimentos. Son las llamadas colas del hambre que tras la crisis sanitaria derivada de la pandemia han visto aumentar su longitud. A medida que uno se acerca, llama la atención la cantidad de carritos de bebé y de pequeños que esperan pacientemente a que les llegue su turno.

Con una hora y media de antelación, Luciana espera frente a la Asociación Sociocultural Evangélica de Barona, València. «En casa vivimos mi marido, mi hijo, mi hermano y yo, pero tengo una hija separada a la que también alimento, y a mi nieta que ha tenido una hija de la que no puede hacerse cargo», explica preocupada.

A un par de metros, está Marian, una mujer de 47 años que no esperaba acabar en este lugar: «Antes no sabía ni que esto existía». Desde el barrio de Benicalap viene caminando con su carro para poder alimentar a su hijo adolescente. En marzo de 2020 se quedó sin trabajo y no cobra ninguna prestación porque estaba sin contrato. Ella se encarga de la manutención del joven porque su exmarido no le pasa la pensión desde 2013.

La existencia de los bancos de alimentos no es algo nuevo pero la pandemia ha recrudecido la situación social y ha disparado los índices de pobreza. El Informe sobre exclusión y desarrollo social en la Comunitat Valenciana cifra en un 8,5 % el número de hogares valencianos que ha pasado hambre en la última década. Una cifra que supera en seis puntos la media nacional.

Abundan en esta cola las familias con menores a cargo que quieren llenar su despensa. Es el caso de Adriana, desempleada y madre de cuatro niños, «venimos casi todos los días porque, aunque sea, nos dan algo de fruta, verdura, productos no perecederos. En casa somos seis, tenemos cuatro niños; la mayor de 14 años, uno con 9, otra con 3 y el más pequeño que tiene 2. Además, mi marido está en el paro y en junio se le acaba la prestación», relata.

Una historia que refleja la situación de aquellos que perdieron su trabajo y se vieron en la necesidad de acudir a los comedores sociales. Lorena Alfaro, Coordinadora del Comedor Social y Reparto de Alimentos de Casa Caridad, enfatiza en que las personas con empleos precarios son el perfil más afectado en el último año. «Vienen muchos usuarios que, antes de la pandemia, tenían empleos esporádicos o sin contrato. Se dedicaban a la hostelería o a los cuidados de personas mayores y ahora están en ERTE o en paro», explica la coordinadora.

La crisis económica provocada por la COVID-19 está haciendo estragos en la vida de las personas que se han quedado sin ningún tipo de ingreso para vivir. Entre ellos se encuentra Marco Aurelio, un estudiante que ha visto cambiar su situación a raíz del confinamiento: «Tuve que recurrir al Banco de Alimentos y otras asociaciones para poder sobrevivir».

En la fila encontramos a mujeres y hombres con niños muy pequeños. Los habituales se saludan por su nombre y conversan entre ellos para hacer la espera más amena. Otros simplemente preguntan quién es el último, es la primera vez que se ven en esta situación de vulnerabilidad. Cáritas afirma un crecimiento del 32 % de nuevos demandantes en sus repartos de alimentos en el primer semestre de 2020. Personas que anteriormente no habían solicitado ayuda a la entidad, hoy lo ven como una salida. «Empecé a acudir a estos puntos a raíz de la pandemia. Yo antes cuidaba a una persona mayor, pero me despidieron y ahora no tengo trabajo. Tengo que mandarles dinero a mis hijos que están en mi país para que coman y estudien», cuenta Stephanie.

El indicador de pobreza europeo AROPE (At Risk of Poverty and Exclusion) desveló que el 5,2 % de los hogares valencianos reconoce tener mucha dificultad para llegar a fin de mes y el 10,4 % sobrevive con un ingreso máximo de 500 € mensuales. «No puedo pagar las facturas, los gastos de alquiler y la alimentación», relata Kaily, una joven de 20 años, acompañada de su hija de dos años, que ha perdido su trabajo y apenas tiene dinero para subsistir.

En una esquina cerca de la cola y con mucha timidez acude una mujer octogenaria. Jesús Sáiz Ballesteros, el encargado del reparto diario, le deja pasar la primera junto a las madres con niños. No quiere hacerles esperar de pie. «Al día atendemos entre unas 40 y 50 personas. Hay veces que les llega a todos y otros días, como hoy, mucha gente se va a casa sin nada», explica el encargado de la Asociación Sociocultural Evangélica de Barona.

No mucho más lejos, en el Barrio de Benimaclet, la crisis alimentaria también se ha visto reflejada. Desde que la pandemia llegó, se ha multiplicado el número de personas que piden esta ayuda en el Comedor Social de San José. María del Mar ha sido una de las primeras en llegar y también en ser atendida. Ella tiene 45 años y vive con su marido. «Venir aquí es la única manera que tengo de ayudarle», cuenta. Como a muchas personas que esperan su turno en la cola, la crisis le ha dejado sin empleo.

El ritmo es frenético en uno de los bajos de la parroquia de La Asunción. Los voluntarios agilizan el reparto y piden que les den sus bolsas para llenarlas de alimentos. La pandemia ha acentuado esta problemática, pero las colas del hambre van más allá de una crisis económica y sanitaria. «Tenemos un perfil de población que su situación social no viene determinada por el contexto social del momento, sino que es una carencia en las habilidades sociales, una pobreza heredada o determinados problemas de salud que hacen que su realidad requiera del apoyo social», dice Alfaro. Es el caso de Valentina, una señora de 73 años con familiares en situación de dependencia. «Somos tres en casa y ni mi hija ni mi nieto trabajan, además, tienen problemas de salud. Suelo venir aquí, dos o tres días a la semana, nos dan muchas cosas de verdura, bollería, frutos secos, comida preparada. Esto es lo que nos ayuda a pasarla», cuenta.

Apoyada en la esquina de la Parroquia espera Mariví que tiene 49 años. Desde que comenzó la pandemia acude a esta asociación para recibir una ayuda que le permita pasar el mes. «A veces me dan más y otras menos. Aunque este apoyo no sea suficiente, lo necesito para comer», explica agradecida antes de recibir su remesa.

En otro de los puntos de reparto de alimentos está Tosha Tolkin, viuda de 34 años que tuvo que huir de Kazajistán para preservar su vida y la de sus tres hijos, tras el asesinato de su marido. «Vine a España porque mis hijos y yo teníamos una situación muy complicada. Los primeros meses alquilamos un piso, pero cuando se nos acabó el dinero tuvimos que vivir en la calle durante una semana. Gracias a la Casa Caridad pudimos dormir en su albergue y luego alquilamos una vivienda, pero todavía seguimos recibiendo su ayuda», cuenta Tosha.

Esta asociación, además de ser un albergue y comedor social para personas sin hogar o en situación de infravivienda, ofrece un servicio de reparto de alimentos destinado a personas con domicilio que, debido a su situación social, presentan una carencia de recursos económicos para cubrir las necesidades básicas de alimentación. «Ahora tengo cita cada dos semanas para recoger comida. Me dan mucha comida y de buena calidad, estoy muy agradecida. Los trabajadores se han portado muy bien conmigo, son grandes personas y para nosotros son nuestra familia», expresa Tosha emocionada.


«La función de Casa Caridad no es solo repartir alimentos, también hacemos un seguimiento a las personas que atendemos para detectar cuál es su problemática y buscar objetivos. Llevamos a cabo un proceso social con el fin de conseguir la autonomía de la persona y que no necesite volver», explica Lorena Alfaro.

José Carlos Serrano Escribano también se muestra muy agradecido con la Asociación Valenciana de la Caridad: «Soy quien soy y puedo seguir hablando ahora mismo gracias a Casa Caridad. Es el refugio de mucha gente, su última oportunidad». Serrano recuerda sus primeras veces en la cola: «Al principio de ir a comer me giraba para que, si pasaba alguien en coche, no me reconociera. Hasta que no asimilas dónde estás, cómo estás y quién eres, niegas tu situación». En cambio, Marian asegura no sentir reparo: «No me da vergüenza, lo hago porque tengo un hijo en plena edad de crecimiento que necesita una buena alimentación». O Kaily, madre de 20 años, que reconoce que es su hija de dos años quien le impulsa a no tener vergüenza.


Desde Casa Caridad inciden en la importancia del acompañamiento individualizado. «Nosotros organizamos el reparto intentando no generar esas colas. Velamos por que cada persona no se sienta violentada a la hora de recibir los productos y que el servicio sea lo más humanizado posible», explica Alfaro. Algo prácticamente inevitable al ser más de 700 personas, las que esta asociación atiende en sus programas relacionados con el hambre. El más solicitado es el reparto de comida que abastece de productos básicos, alimentos no perecederos y género fresco a las familias. «Yo lo llevo con mucha dignidad, no debemos tener vergüenza, no estamos robando», sentencia Lian sin tapujos y con la mirada puesta en un futuro esperanzador.


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